domingo, 13 de marzo de 2022

La buena literatura. ...El viejo dragón velaba sobre el pueblo

ERA un dragón, una sierpe, una salamandra, un monstruo hórrido, difícil de clasificar, con una corona de tres picos en la cabeza y un dedo de su mano derecha en los labios como para imponer silencio. ¿A quién? No lo sabemos.

Este dragón se hallaba encaramado sobre el mundo, una bola de hierro negra, sujeta en un vástago y tenía la humorada de señalar el Norte y el Sur, el Este y el Oeste, cosa no difícil de comprender si se añade que el grifo, basilisco o dragón, formaba parte de un pequeño y simpático artefacto que llamamos veleta.

Esta veleta coronaba la torre de la casa solariega de un pueblo labortano.

Era un monstruo rabioso, aquel monstruo indefinido que dominaba su mundo, un monstruo rechinador, malhumorado, que giraba desde hacía muchos años, no sabía cuántos, en la vieja torre de Ustaritz que tenía Gastizar por nombre.

Sus garras amenazaban alternativamente a los cuatro puntos cardinales, de su boca salían llamas que por arte mágico se convertían en una flecha, sus orejas estaban atentas a todo cuanto se hablaba y se murmuraba en el pueblo.

Para neutralizar la perversidad y la iracundia de aquella furia superterrestre, para dulcificar su pérfida malicia, el artífice que le dio forma mortal le fijó para siempre en la cola el anagrama de Jesucristo: J.H.S.

Así este dragón tosco y quimérico representaba el dualismo de las cosas humanas y divinas: por la cabeza al diablo y por la cola a Dios; por delante la ciencia, el materialismo, la duda; por detrás el misticismo y la piedad; por un lado todo malicia, ironía y desprecio para los mortales; por el otro todo benevolencia y resignación cristiana.

En aquella peligrosa altura, en aquella posición incómodamente ambigua, Ormuz y Ariman en una misma pieza, tenía que girar a todas horas el pobre y lastimero dragón de Gastizar. No era extraño que su genio se hubiese agriado y que rechinase con tanta frecuencia.

La soledad le había hecho melancólico. Las alturas aíslan. Aquel viejo basilisco no tenía amigos; únicamente una lechuza parda se posaba en el remate de la veleta y solía estar largo tiempo contemplando desde allí arriba el pueblo.

¿El dragón roñoso y la lechuza de plumas suaves y de ojos redondos se entendían? ¿Quién podía saberlo? ¿Venía ella —el pájaro sabio del crepúsculo— a recibir órdenes de aquel basilisco chirriante e infernal agobiado por su apéndice cristiano? ¿O era el basilisco el que recibía las órdenes de la lechuza?

Si alguien traía órdenes era indudablemente la lechuza. ¿De dónde? Lo ignoramos.

El viejo dragón velaba sobre el pueblo. El dirigía los fantasmas de la noche, él hacía avanzar las nubes oscuras que pasaban delante de la Luna, él irritaba y calmaba los ábregos y los aquilones con sus movimientos bruscos y sus chirridos agudos.

En los días de tempestad, mientras el vendaval soplaba con fuerza, el dragón mugía y chillaba escandalosamente; en las tormentas, a la luz de los relámpagos, se presentaba terrible e iracundo; en cambio, en los días de sol, cuando la claridad dorada se esparcía por las colinas verdes del Labourd, ¡qué humilde!, ¡qué domesticado! ¡Qué buenazo aparecía el dragón de Gastizar vencido por el anagrama cristiano de su cola!

Aun en estos días tranquilos miraba con cierta sorna a la gente que, sin duda, desde su altura le parecía pequeña, a veces se volvía despacio como para dirigir al espectador una cortesía amable, a veces le daba la espalda con un marcado desprecio.

A pesar de su maldad, de su energía y de su furia, el dragón de Gastizar desde hacía algunos años se movía con dificultad para dar sus órdenes.

¿Era que su aditamento cristiano le iba dominando y adormeciendo?

¿Era que sus articulaciones se entorpecían con el reumatismo y la gota?

¿Era solamente la edad?

Fuese lo que fuese, era lo cierto que durante largas temporadas el dragón quedaba inmóvil, sin poder inclinarse ni a la derecha ni a la izquierda, furioso, amenazando con un ademán de cómica impotencia al universo.

A veces una ráfaga de aire le infundía un momento de vida y sus garras se agitaban estremecidas en el aire y su lengua de llamas vibraba con saña, pero al poco tiempo volvía a su inmovilidad con el aspecto triste de un paralítico.

Alguien, probablemente algún burlón, había echado a volar la especie de que la anquilosis de la veleta coincidía con la tranquilidad de la villa, y, en cambio, sus movimientos bruscos, con los conflictos, con las guerras, con las pestes, con las revoluciones… 

La veleta de Gastizar
Pío Baroja, 1918

miércoles, 2 de marzo de 2022

El mirlo andaba todo el año volando desde el bosque a los huertos vecinos

Entre el bosque y el río, sube el camino viejo a Lugo, descalzado por las torrenteras. En marzo yo escuchaba en el bosque el cuco agorero, que despertaba a un tiempo para amores y para profecías. El mirlo andaba todo el año volando desde el bosque a los huertos vecinos, donde al abrigo del norte son parras vetustas y fecundas. Los cuervos cubrían con su grave vuelo la distancia que hay entre el bosque y los agros alcantarinos del Sábelo. Al caer la tarde, palomas torcaces regresaban a sus nidos. Y en la hora vespertina, en el verano, en el enorme silencio sonrosado de la tarde, el alma se ponía a la expectativa del canto del ruiseñor. Yo saludé una vez respetuosamente al encantador serotino:

Quita a monteira, amigo,
que xa o reiseñor
vai cantando no bosque,
ferido de amor!

Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia

 

martes, 1 de marzo de 2022

JUNTO A LA VIEJA COLEGIATA

 JUNTO A LA VIEJA COLEGIATA

A vuelo, un murciélago rondaba la cúpula de aquel templo románico, donde no germinaban ya preces, ni cirios ardían. Solitario en obscuro rincón Cristo lívido sin las almas hallábase, que postradas antaño a sus plantas, perdón le pedían; y, del cielo cerrado del templo, las bóvedas, parecían gotear por las tardes leyendas remotas, nacidas de la negra angustia apocalíptica de los siglos más bárbaros, cuando el alma temblaba en el cuerpo, con las alas rotas, en la cárcel de carne, con tortura mística a la muerte esperándola, para verse así libre del mundo de odiosas historias; y en la paz del sepulcro del recinto tétrico -de una fe muera túmulo- un silencio de piedra envolvía las viejas memorias.

Por defuera del templo, bajo el sol vivifico, redondease el ábside, y cubriéndole manta de yedra, los nidos ampara donde ponen cada año golondrinas ágiles su cría, y marchándose, se la llevan à alguna mezquita rayana al Sahara. En la ruina de torre, cigüeña hierática, con los ojos sonámbulos, sesteando de pino al cojuelo, el campo avizora, y al caer de la tarde con su vuelo eurítmico, de la charca a las márgenes, el botín va a buscar que en el nido su cría devora.

Y el Cristo solitario, preso en aquel lúgubre interior aburriéndose, oye de fuera el alegre pío de las golondrinas, y el castañeteo, como un rezo litúrgico, con que cuentan del éxodo las cigüeñas los días que falten. ¡Aves peregrinas!

MIGUEL DE UNAMUNO (10/01/1914)

La Esfera. Ilustración mundial