sábado, 18 de diciembre de 2021

La posada

José Jiménez Lozano

LIBRO DE VISITANTES


Sucedió en aquellos días que salió un edicto de Cesar Augusto para que se empadronara todo el orbe...

Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad.

Lc 2,13


Caído se le ha un clavel 

Hoy a la Aurora del seno. 

¡Qué glorioso que está el heno 

Porque ha caído sobre él! 

Luis de Góngora 

I

La posada

Lo que quedaba del día no era apenas nada, pero había dado tiempo a acoger en la posada a casi todos los viajeros que lo habían pedido; aunque a todo el mundo que lo pedía no se podía admitir, porque no era esta una posada de lujo, pero tampoco iba a convertirse en cualquier cosa, y por ejemplo aquella pareja o matrimonio que había llegado por la noche, un poco antes de la madrugada, y continuaba allí, no había pasado a ocupar una habitación. En principio porque habían dejado pasar por delante de ellos a todos los demás, porque, como la mujer estaba embarazada y quizás no podía estar mucho tiempo de pie, entonces dejaban la fila, o, aunque se quedase su marido, ya no podía pedir una habitación para él y luego entrar allí dos personas. El posadero tenía que ver a las dos: eran las reglas de la casa. 

En realidad, daba un poco de pena esta pareja, sobre todo a ellas, a la mujer del dueño de la posada y a las dos criadas que tenía; pero a él no le daban pena, porque él tenía un negocio y, cuando se tenía un negocio no se podía sentir pena o, si se sentía, era mejor cerrarlo, las contestaba.

De todas maneras, aquéllas, sin que él lo supiera, habían ofrecido a aquella mujer, que era todavía una muchachita, no sólo un vaso de agua, sino también unos dátiles y un panecillo. Y hasta habían quedado entre ellas que, si no quedaba ninguna habitación libre de las que se alquilaban, bien podrían acogerse a cualquiera de las otras. Y las tres mujeres pensaban que, cuando se fuera la tarde y oscureciera, como ahora había ocurrido, y bajase el relente de la noche, y quedasen ellos solos en el pequeño patio que había delante de la posada, acurrucados junto a una de las tapias, entonces ellas convencerían al dueño de la casa.

La posada estaba llena a rebosar, y lo estaría durante muchos días porque lo del edicto de César de tener que ir cada cual a inscribirse en el lugar en que había nacido estaba siendo una mina de oro para las dos posadas que había en el pueblo: la de arrieros y caminantes en vehículos, y ésta otra de gente que viajaba más libremente y a pie. Y, como los escribientes iban muy despacio, porque en general los escribientes del Estado van siempre despacio, y además estos romanos se veían mal para entender y escribir los nombres hebreos y arameos, cada día inscribían a pocos. Y también porque los judíos eran muy recordadores de sus familias desde los tiempos de Matusalén, y allí las sacaban distribuidas en su árbol interminable, en el que a veces había hasta reyes antiguos, según decían; así que lo de las inscripciones iba para largo, y la clientela estaba asegurada. Y de ahí el contento del posadero, de modo que ellas, su mujer y las criadas, aprovecharían ese contento para convencerle a él, por fin; y meter a aquel matrimonio en casa.

Él, el posadero, ya los había catalogado desde que de mañanita los había visto en el patio. Parecían pobres, desde luego, aunque iban vestidos muy decentemente, y tenían un algo que luego, más tarde, ya había averiguado lo que era, por los informes con los que se hizo enseguida. Y, según éstos, estas gentes eran nada menos que de la Casa del Rey David; de modo que incluso salió allí al patio, se dirigió a ellos y los colocó casi los primeros, diciendo, a los demás que estaban en la cola, que ése había sido el orden de llegada desde el principio. Pero, en cuanto se fue de allí, enseguida vio que les adelantaban los demás porque en cuanto estos les decían unas palabras, ellos les dejaban pasar con una sonrisa. Y entonces él, el dueño de la posada comenzó a dudar de que sus informaciones fueran buenas, porque ¿cómo un descendiente de un rey no iba a haber heredado su apersonamiento y su carácter de autoridad?

—Y, además, —dijo— yo no quiero engorros de nacimientos de niños en casa. Eso puede molestar mucho a los demás viajeros. ¡Lo siento!

Se levantó del diván donde estaba rodeado por su esposa y las dos criaditas, y parecía que iba a ceder, porque había dicho, a lo último, que lo pensaría, y una de las criaditas dijo:

—¿Bajo, entonces a decirles que esperen unos momentos, pero que sí que tienen habitación?

—Bajaré yo mismo —dijo él.

Y eso fue lo que hizo. Pero lo que pasó fue que a la puerta misma de la posada se encontró con su amigo el tratante de ganado —y, según se decía, también de esclavos si se terciaba—, que, cuando supo que se dirigía a hablar con los forasteros, le advirtió que se lo pensara dos veces, porque él no decía que fuera éste el caso, pero sí que había habido en la oficina de inscripciones más de cinco familias que habían dicho que procedían de la Casa de David aquí en Belén, y convenía andarse con cuidado, no fuera que se tratase de cosa de política.

Él mismo, le dijo, además, había comprado y vendido a veces niños pequeños que eran hijos de reyes y de príncipes, pero otras veces los había comprado como tales príncipes y los había tenido que vender como plebeyos corrientes. Así que, más que andarse el posadero con genealogías, lo que tenía que averiguar era si tenían dineros o conocimientos de gentes importantes, y si no, que no anduviese con contemplaciones y los largara fuera; porque si, además, nacía un niño en la posada, por lo menos durante casi un mes, allí tendría que tener a la familia, pagase o no.

—¡Pues vamos a ver lo que se hace con estos príncipes o no príncipes! —dijo el posadero.

Bajó las escalerillas de la puerta de la posada y se dirigió al rinconcillo del patio donde ellos estaban. Su esposa y las criaditas miraban la escena desde una ventana y se sentían muy contentas, porque al poco rato de estar mirando, ellos se levantaron, y entonces ellas tres se precipitaron hacia dentro de casa para recibir a aquella familia. Sólo que, como tardaban un poco en entrar allí los forasteros, ellas volvieron a asomarse a la ventana, y lo que vieron fue que aquella pareja, con la cabeza baja, y andando muy despacio y trastabillando, salía ya por la puerta de la tapia que rodeaba el patio. Y ellas se quedaron paradas mirando a esa puerta por donde habían salido, mirando a lo oscuro con los ojos empañados en lágrimas.

—Y ahora ¿adónde irán que los acojan? —dijo la otra criadita.

Y entonces fue cuando acudió a avisar a su tía la demandadera para que los ayudase, Pero no sabía si iba a llegar a tiempo, antes de que se los tragase la noche. Y también al niño que tenía que nacer. 


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