II
La disponedora
Ni se sabía por dónde había entrado allí aquella mujer. Aunque recordaban, desde luego,
que ella era la que les había indicado el establo para su refugio, cuando se los encontró
después de haber estado ellos tiempo y tiempo esperando a la puerta de la posada en cuanto
llegaron a Belén, y luego de haber recorrido el pueblo entero pidiendo cualquier cobijo. Y
se los encontró completamente deshechos, y también abatidos, porque se acercaba ya el
momento de nacer el niño y no encontraban aquellos padres ni un colgadizo que les diera
un techo y un amparo; así que, aunque dudaron un poco, aceptaron, y ella les acompañó
hasta la puerta del establo, diciendo que volvería en un instante, que se fuesen acomodando,
y ya verían que, aunque se trataba de un establo, no era tan mal sitio como podía parecerles.
Pero iban María y José tan rendidos, y hacía un tal calorcillo allí dentro en aquella cuadra,
que les debió de parecer un lugar maravilloso en cuanto entraron, y luego ya, apenas se
sentaron un momento, habían debido de quedarse dormidos.
—Los romanos hacen muy buenas carreteras y caminos —fue lo primero que aquella mujer
comentó a José, cuando volvió y comprobó que éste ya estaba despierto.
Y luego continuó rezongando que, como ellos, los romanos, tenían sus buenas casas y
palacios, o les invitaban los judíos ricos, o confiscaban el lugar que fuera si lo necesitaban,
no habían hecho ni un mal albergue para los viajeros, ni siquiera para ocasiones como ésta
en que el pueblo estaba lleno de gente que venía a inscribirse porque había nacido aquí o
de aquí procedía su familia.
—¿No le parece?
Pero, sin esperar contestación a la pregunta, explicó luego que ella se llamaba Marta. Y
conocía muy bien al dueño de este establo y de los animales que había allí, y éste le había
dicho a ella que podía acomodar allí a alguien, si se terciaba, y ella había arreglado el lugar
por si acaso, porque ella creía que gente pobre habría que no lo iba a despreciar, con lo
limpito que había quedado, y lo barato que era.
Y entonces José iba a decir que ellos no sabían si tendrían para pagar esta posada, y esto
se le notaba según la mirada de acobardado que dirigía a la mujer, pero ella aclaró que lo
que quería decir era que hasta se podía pagar por aquello, pero no que tuvieran que pagar
ellos, que ni se les ocurriera pensar eso siquiera. El dueño del establo y ella misma eran muy
pobres, y ¿cómo no iban a comprender el agobio que ellos tenían, sobre todo por el niño
que iba a nacer?
—¡Tranquilos! —dijo.
Ella había ido a informar al dueño del establo de que éste ya estaba ocupado por ellos, y
que nunca en su vida podrían haber pensado el buey y la asnilla, que siempre araban juntos,
o juntos arrastraban el carro, que iban a dar calor a un niño, nunca.
—Como si Yahvé, Bendito sea su Nombre, nos los enviase —había contestado el señor
Jacob, el dueño del establo y de los animales, cuando ella se lo había dicho.
Y que no se la olvidase a ella, de todas maneras, encender la chimeneílla que había en un
rincón del establo cuando naciese el niño, que sólo Adonai sabía si, además, esa familia que
allí estaba pudiera ser parienta de tanta gente importante que por aquí había vivido en otro
tiempo, como Ruth y Raquel, o el mismo rey David. Y, en cuanto él pudiera levantarse de
la cama, el mismo también iría a ver a los forasteros, y a echar la cuenta para ver de qué
familia eran, porque el abuelo de él, del dueño del establo, había vivido ciento veinte años,
y se sabía los parentescos de las familias antiguas como nadie.
Ella atendía ahora al señor Jacob, desde que su mujer se había muerto hacía dos años, dijo.
Porque ella atendía a todo el mundo en lo que la pedían, porque era la demandadera de
todos, como lo habían sido su madre y su abuela; es decir desde partera, enfermera,
aguadora, enjalbegadora, amasadora, amortajadora, rezadora y casamentera, y lo que fuese.
Así que no la había dado tiempo a casarse, ni a tener sus hijos propios, pero cuidaba los
ajenos mejor que sus padres, porque Yahvé el Señor la había dado ese don; y a lo mejor
hasta se casaba ahora con el dueño del establo, y así se recogían los dos, y hacían allí un
albergue, que ya como si se hubieran inaugurado ellos como dueños del albergue con el
nacimiento de este niño.
Pero en ese momento, se despertó la señora que iba a ser la madre del niño, aunque ella
misma era una niña casi, y ella, la disponedora, dijo a José que la atendiera, que ya iba a dar
a luz la señora, y que los iba a dejar solos, después de poner allí una colchoneta de paja para
ella y otra de heno bien calentito para el niño en uno de los pesebres que parecía
propiamente una cuna. Pero que, si la señora la necesitaba, que la llamase. Y luego dijo al
buey y a la asnilla:
—Y vosotros, a respirar fuerte que ya os he echado buen pienso.
Luego salió del establo y, a la luz de una candileja, se puso a coger un poco de leña que
tenía amontonada junto a una de las paredes del establo; y, a poco, en medio de la noche
oscura, al alzarse en su tarea y mirar hacia el cielo, vio como un relámpago o centella que
caía sobre el tejado del establo, y luego lo iluminaba como si lo hubiera incendiado. Pero ni
la dio tiempo a reaccionar, y ya no estaba segura de si lo que la había deslumbrado no habría
sido la lamparilla de aceite del farol, que llevaba y que se había apagado, porque aún las
lamparillas más pequeñas, cuando se apagan, se apagan siempre en un resplandor. Pero lo
que la extrañaba era que venía gente hacia el establo, aunque estaba todavía algo lejos; pero
eso debía ser señal de que habían visto algo.
Sólo que, cuando volvió a entrar, ya había nacido el Niño, que era una divinidad, y miraba
con unos ojos que se le comían a quien miraba y le ponían la alegría del mundo en el
corazón. Y entonces fue cuando la asnilla quiso colocarse delante como para que la mirase
a ella el Niño, y ella dijo que, si estos animales no se estaban quietos en sus pesebres, habría
que sacarlos de allí. Y la asnilla contestó:
—Nosotros no nos movemos de aquí.
—Nadie les va a echar de aquí —dijo ella, dirigiéndose a José.
Pero éste contestó:
—Yo no he dicho nada, no he abierto la boca. Pero quizás la voluntad de Dios es que
estemos aquí.
—Sí, pero yo hablaba de los animales y he oído que alguien decía lo que decía. Y no va a
ser la asnilla.
Y José estuvo de acuerdo en que los animales no hablaban. Pero sí, si era la voluntad de
Dios, como había ocurrido con la burra de Balaán. Y se sonrió al decir esto. Y ella comenzó
a balbucear:
—¡Ay de mí! ¡Ay de mí! que entonces no eran alucinaciones, y la burra ha hablado, y el Niño
se reía cuando la burra habló.
Y entonces la dio a ella como un mareo, y José, que estaba echando en un cuenco pequeño
un poco de caldo calentito que la mujer había traído y calentado en la chimenea para su
esposa, tuvo que llenar otro para ella, que fue volviendo en sí, poco a poco, y preguntándose
quien sería este Niño que hasta hacía hablar a una asnilla. No lo quería ni pensar. Aunque a
lo mejor lo pensaba, cuando no tuviera otra cosa que hacer, pero ahora había que hacer aquí
todavía muchas cosas, y especialmente atender a la señora y al Niño.
José Jiménez Lozano
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