viernes, 24 de diciembre de 2021

Cuentecillos de Navidad - El vigilante

III - El vigilante 

 El señor Rubén era el vigilante de la noche en el pueblo desde hacía muchos años, pero, en realidad, era también algo astrónomo, y meteorólogo. Cantaba cada hora de la noche como cualquier sereno de cualquier parte del mundo, pero, cuando era preciso, porque había notado alguna mudanza digna de mención en el cielo, también la detallaba. Aunque era muy precavido en anunciar lluvia, por ejemplo, incluso si hubiese comenzado ya a llover, porque no quería perder su reputación, si al día siguiente, aunque hubiese llovido, no quedaran charcos u otras señales manifiestas. Alguna vez se había aventurado, como lo había hecho con la helada, y los resultados habían sido catastróficos, y luego le decían las gentes: —Está visto que Yahvé el Señor no te ha dotado del don de profecía, Rubén. No aciertas ni una vez. Esto le molestaba muchísimo, y contestaba amostazado: —Yo nunca he dicho que sea un profeta, sino un vigilante de la noche, que canta en voz alta lo que ve. Así que enseguida se excusaban los demás de lo que habían dicho, y le aseguraban que, de todas maneras, le estaban muy agradecidos, sobre todo cuando los despertaba diciendo que estaba helando tan recio que la ropa tendida, que se había dejado en algunas casas en el patio, ya estaba como si fueran tablones de madera, o cuando anunciaba que nevaba que era una gloria. Pero el caso era que aquella noche todo había sido diferente. Aquella noche había dado el señor Rubén un primer aviso de que todo estaba tranquilo y sereno, y, aunque había tanta gente en Belén, porque había venido a inscribirse según ordenaba el edicto del César de Roma, todo el mundo parecía que se había acostado muy pronto. Hasta los romanos que habían venido a cumplimentar las inscripciones, y estaban acostumbrados a acostarse tarde, y se paseaban por el pueblo hasta las tantas, parecía que, esa noche, se habían ido a la cama cuando las gallinas, o por lo menos ni luz había en las casas que ocupaban, y todo estaba más en calma que la mayor parte de las noches. Pero a los que oyeran, a Rubén el vigilante, cantar que hacía una noche más tranquila y serena que nunca, les tuvo que sonar a algo raro, aunque quizás fueran pocos, porque la mayor parte de la gente debía de estar en el primer sueño; pero los que fueran debieron de quedar desconcertados, porque era como si Rubén añadiese luego una especie de retahíla. Porque, después de dar el aviso de tranquilidad, en efecto, se le había oído hablar, casi en voz tan alta, como si hubiera descubierto algún ladrón de gallinas, o hasta hablara consigo mismo, como hacía alguna vez, y él sabría por qué. El caso era que iba diciendo que las cosas no tenían que ser así, que aquellas luces que se veían no tenían por qué estar allí, y tampoco aquella estrella que brillaba más que las demás y se había acercado a la tierra como si no pudiera ya seguir en el lugar del orden celeste que la correspondía, o se hubiera salido de él. Y le oyeron decir todo esto no como rezongando como hacía otras noches, sino casi tan alto como cuando cantaba las horas, y en realidad estaba hablando con uno de los romanos al que decía: —¡No me diga que están haciendo a estas horas ejercicios militares con la nochecita tan fría que hace! Pero el romano contestó que, como podía comprender, no iba a contestar a su pregunta, porque no iba a hablar con un judío de cuestiones políticas, pero que, si lo que estaban viendo eran fenómenos ocurridos en la esfera de los astros, como a veces sucede, estas cosas tampoco podía hablarlas con él, porque exigían una preparación científica para ser entendidas y los judíos no podían entender nada, porque ya comenzaban llamando al sol y a la luna candiles o lámparas para el día y para la noche, y esto no era nada científico. Aunque reconocía que esa consideración era muy poética. Y de aquí no salió el romano, ni Rubén el vigilante fue capaz de sacarle. Así que, cuando se despidió de aquél, seguía tan intrigado como estaba, y se decidió a ir hasta la majada donde estaban los pastores que entendían de estrellas y de cambios del tiempo, para consultarles. Y así lo hizo, pero cuando llegó allí, y apenas había llegado, fue cuando se vio aquella claridad en los cielos y se oyó aquella voz que hablaba de que un Niño le había nacido al mundo, y a los cielos y a la tierra, y que los pastores fueran a adorarle al establo donde había nacido. Pero su amigo Daniel, un pastor ya viejo, le había dicho que adonde tenía que ir él, Rubén el vigilante, era a cantar rápidamente la próxima hora en el pueblo, y contar lo que había visto. Y lo que pasó luego fue que Rubén se quedó tan impresionado, que según iba pensando lo que iba a decir, se tracamundaba todo, y cuando llegó al pueblo, ya lo sabía toda la gente. Decía: —Que ha salido el sol en medio de la noche, y a la aurora se la ha caído un clavel, y yo lo he visto. —Que no, Rubén, que lo que ha ocurrido es que nos ha nacido un Niño, y tú no te has enterado de nada. Pero, de todas maneras, cuando la gente volvía de ver al Niño en el establo, comentaba que este era realmente como un alhelí y una rosa y un clavel, que, como había nacido antes del amanecer, era, efectivamente como si tal hermosura se le hubiera caído a lo Alto, y entonces le dijeron a Rubén que cuando cantase a esa hora de ahí en adelante, dijera siempre lo de la rosa, el alhelí y el clavel que había nacido allí, y era de la casa y familia de David, y hasta pariente del mismo Rubén entonces. —Pero yo sí que anuncie todo tal y como era, lo que pasa es que los habitantes de Belén son muy dormilones y siempre se quejan de que no se me oye por la noche. —¡Será eso! —decía la gente. Pero se lo perdonaban todo por lo del clavel, el alhelí y la rosa, que hasta los romanos entendían muy bien lo que había querido decir. Y ahora le tenían mucho respeto.

José Jiménez Lozano 
LIBRO DE LOS VISITANTES

martes, 21 de diciembre de 2021

Figurillas de nacimiento. La disponedora

 Historias navideñas, personajes para cuentos

Cuentecillos de navidad. La disponedora

II La disponedora 

Ni se sabía por dónde había entrado allí aquella mujer. Aunque recordaban, desde luego, que ella era la que les había indicado el establo para su refugio, cuando se los encontró después de haber estado ellos tiempo y tiempo esperando a la puerta de la posada en cuanto llegaron a Belén, y luego de haber recorrido el pueblo entero pidiendo cualquier cobijo. Y se los encontró completamente deshechos, y también abatidos, porque se acercaba ya el momento de nacer el niño y no encontraban aquellos padres ni un colgadizo que les diera un techo y un amparo; así que, aunque dudaron un poco, aceptaron, y ella les acompañó hasta la puerta del establo, diciendo que volvería en un instante, que se fuesen acomodando, y ya verían que, aunque se trataba de un establo, no era tan mal sitio como podía parecerles. Pero iban María y José tan rendidos, y hacía un tal calorcillo allí dentro en aquella cuadra, que les debió de parecer un lugar maravilloso en cuanto entraron, y luego ya, apenas se sentaron un momento, habían debido de quedarse dormidos. —Los romanos hacen muy buenas carreteras y caminos —fue lo primero que aquella mujer comentó a José, cuando volvió y comprobó que éste ya estaba despierto. Y luego continuó rezongando que, como ellos, los romanos, tenían sus buenas casas y palacios, o les invitaban los judíos ricos, o confiscaban el lugar que fuera si lo necesitaban, no habían hecho ni un mal albergue para los viajeros, ni siquiera para ocasiones como ésta en que el pueblo estaba lleno de gente que venía a inscribirse porque había nacido aquí o de aquí procedía su familia. —¿No le parece? Pero, sin esperar contestación a la pregunta, explicó luego que ella se llamaba Marta. Y conocía muy bien al dueño de este establo y de los animales que había allí, y éste le había dicho a ella que podía acomodar allí a alguien, si se terciaba, y ella había arreglado el lugar por si acaso, porque ella creía que gente pobre habría que no lo iba a despreciar, con lo limpito que había quedado, y lo barato que era. Y entonces José iba a decir que ellos no sabían si tendrían para pagar esta posada, y esto se le notaba según la mirada de acobardado que dirigía a la mujer, pero ella aclaró que lo que quería decir era que hasta se podía pagar por aquello, pero no que tuvieran que pagar ellos, que ni se les ocurriera pensar eso siquiera. El dueño del establo y ella misma eran muy pobres, y ¿cómo no iban a comprender el agobio que ellos tenían, sobre todo por el niño que iba a nacer? —¡Tranquilos! —dijo. Ella había ido a informar al dueño del establo de que éste ya estaba ocupado por ellos, y que nunca en su vida podrían haber pensado el buey y la asnilla, que siempre araban juntos, o juntos arrastraban el carro, que iban a dar calor a un niño, nunca. —Como si Yahvé, Bendito sea su Nombre, nos los enviase —había contestado el señor Jacob, el dueño del establo y de los animales, cuando ella se lo había dicho. Y que no se la olvidase a ella, de todas maneras, encender la chimeneílla que había en un rincón del establo cuando naciese el niño, que sólo Adonai sabía si, además, esa familia que allí estaba pudiera ser parienta de tanta gente importante que por aquí había vivido en otro tiempo, como Ruth y Raquel, o el mismo rey David. Y, en cuanto él pudiera levantarse de la cama, el mismo también iría a ver a los forasteros, y a echar la cuenta para ver de qué familia eran, porque el abuelo de él, del dueño del establo, había vivido ciento veinte años, y se sabía los parentescos de las familias antiguas como nadie. Ella atendía ahora al señor Jacob, desde que su mujer se había muerto hacía dos años, dijo. Porque ella atendía a todo el mundo en lo que la pedían, porque era la demandadera de todos, como lo habían sido su madre y su abuela; es decir desde partera, enfermera, aguadora, enjalbegadora, amasadora, amortajadora, rezadora y casamentera, y lo que fuese. Así que no la había dado tiempo a casarse, ni a tener sus hijos propios, pero cuidaba los ajenos mejor que sus padres, porque Yahvé el Señor la había dado ese don; y a lo mejor hasta se casaba ahora con el dueño del establo, y así se recogían los dos, y hacían allí un albergue, que ya como si se hubieran inaugurado ellos como dueños del albergue con el nacimiento de este niño. Pero en ese momento, se despertó la señora que iba a ser la madre del niño, aunque ella misma era una niña casi, y ella, la disponedora, dijo a José que la atendiera, que ya iba a dar a luz la señora, y que los iba a dejar solos, después de poner allí una colchoneta de paja para ella y otra de heno bien calentito para el niño en uno de los pesebres que parecía propiamente una cuna. Pero que, si la señora la necesitaba, que la llamase. Y luego dijo al buey y a la asnilla: —Y vosotros, a respirar fuerte que ya os he echado buen pienso. Luego salió del establo y, a la luz de una candileja, se puso a coger un poco de leña que tenía amontonada junto a una de las paredes del establo; y, a poco, en medio de la noche oscura, al alzarse en su tarea y mirar hacia el cielo, vio como un relámpago o centella que caía sobre el tejado del establo, y luego lo iluminaba como si lo hubiera incendiado. Pero ni la dio tiempo a reaccionar, y ya no estaba segura de si lo que la había deslumbrado no habría sido la lamparilla de aceite del farol, que llevaba y que se había apagado, porque aún las lamparillas más pequeñas, cuando se apagan, se apagan siempre en un resplandor. Pero lo que la extrañaba era que venía gente hacia el establo, aunque estaba todavía algo lejos; pero eso debía ser señal de que habían visto algo. Sólo que, cuando volvió a entrar, ya había nacido el Niño, que era una divinidad, y miraba con unos ojos que se le comían a quien miraba y le ponían la alegría del mundo en el corazón. Y entonces fue cuando la asnilla quiso colocarse delante como para que la mirase a ella el Niño, y ella dijo que, si estos animales no se estaban quietos en sus pesebres, habría que sacarlos de allí. Y la asnilla contestó: —Nosotros no nos movemos de aquí. —Nadie les va a echar de aquí —dijo ella, dirigiéndose a José. Pero éste contestó: —Yo no he dicho nada, no he abierto la boca. Pero quizás la voluntad de Dios es que estemos aquí. —Sí, pero yo hablaba de los animales y he oído que alguien decía lo que decía. Y no va a ser la asnilla. Y José estuvo de acuerdo en que los animales no hablaban. Pero sí, si era la voluntad de Dios, como había ocurrido con la burra de Balaán. Y se sonrió al decir esto. Y ella comenzó a balbucear: —¡Ay de mí! ¡Ay de mí! que entonces no eran alucinaciones, y la burra ha hablado, y el Niño se reía cuando la burra habló. Y entonces la dio a ella como un mareo, y José, que estaba echando en un cuenco pequeño un poco de caldo calentito que la mujer había traído y calentado en la chimenea para su esposa, tuvo que llenar otro para ella, que fue volviendo en sí, poco a poco, y preguntándose quien sería este Niño que hasta hacía hablar a una asnilla. No lo quería ni pensar. Aunque a lo mejor lo pensaba, cuando no tuviera otra cosa que hacer, pero ahora había que hacer aquí todavía muchas cosas, y especialmente atender a la señora y al Niño.

José Jiménez Lozano 
LIBRO DE VISITANTES

domingo, 19 de diciembre de 2021

Personajes de los belenes

 Problemas con el burro

UN BURRO TRAVIESO

 UN BURRO TRAVIESO

Érase una vez un burrito muy travieso. Le gustaba ser travieso. Cuando se ponía algo en su grupa lo arrojaba al suelo y corría detrás de la gente intentando morderla. Como su dueño no sabía qué hacer con él se lo vendió a otra persona, pero como este nuevo dueño tampoco pudo domeñarlo lo vendió a su vez, y así hasta que fue comprado por unos pocos peniques por un horrible viejo que adquiría burros derrengados a los que terminaba de reventar haciéndolos trabajar sin descanso y tratándolos mal. Pero el burro travieso persiguió a este viejo y le mordió y luego huyó dando coces. Como no quería ser atrapado se unió a una caravana que pasaba por el camino.

El burro pensó:

«Nadie sabrá a quién pertenezco en medio de esta multitud». Toda esa gente se dirigía a la ciudad de Belén, y cuando llegaron allí fueron a un gran Khan repleto de personas y animales.

El burrito se introdujo en un agradable y fresco establo donde ya se encontraban un buey y un camello. El camello era una criatura muy altanera, como suelen ser los de su especie, porque los camellos piensan que solo ellos conocen el centésimo y secreto nombre de Dios. Era demasiado orgulloso para hablar con un burro. Así que el burro comenzó a fanfarronear, algo que le encantaba hacer.

Dijo:

—Soy un burro muy diferente. Parte de mí está en el futuro y otra parte en el pasado.

Dijo el buey:

—¿Qué significa eso?

—Que mis patas delanteras me preceden y mis patas traseras van detrás de mí. ¡Y es que mi tata tata treinta y siete veces tatarabuela perteneció al profeta Balaam y contempló con sus propios ojos al Ángel del Señor!

Pero el buey continuó rumiando y el camello ignorándolo.

Entonces un hombre y una mujer entraron y hubo un gran alboroto. Pero el burro pronto se dio cuenta de que no había razón para tanto jaleo, ya que solo se trataba de una mujer que iba dar a luz, algo que ocurre todos los días. Y cuando el bebé nació algunos pastores entraron y todavía alborotaron más; los pastores, como se sabe, son unos simplones.

Pero también entraron algunos hombres con largas y costosas vestiduras.

El camello siseó:

—Son VIP.

El burro preguntó:

—¿Qué es eso?

El camello contestó:

—Gente Muy Importante que trae regalos.

El burro pensó que esos regalos serían cosas buenas para comer, de manera que cuando oscureció comenzó a husmear por todas partes. Pero el primer regalo era de color amarillo y duro, el segundo hizo que el burro estornudara y cuando lamió el tercero el gusto era desagradable y amargo.

El burro dijo disgustado:

—Qué regalos más tontos.

Pero cuando se aproximó al Pesebre el bebé extendió sus bracitos y agarró con fuerza, como suelen hacer los niños pequeños, la oreja del burro.

Y entonces sucedió algo muy extraño. El burro ya no quiso ser travieso nunca más. Por primera vez en su vida quiso ser bueno. Y quería darle un regalo al bebé, pero no tenía nada que ofrecerle. Al bebé parecía gustarle su oreja, pero la oreja era una parte de él. Y entonces tuvo otra idea rara: quizás podría entregarse entero al bebé…

No pasó mucho tiempo antes de que José se presentara con un alto forastero. Este la decía a José algo que parecía muy importante. ¡Cuando el burro se fijó en él apenas podía creer lo que veía!

El forastero pareció disolverse y en su lugar apareció un Ángel del Señor, un ser dorado con alas. Pero después de un instante el Ángel volvió a convertirse en un hombre normal.

El burro se dijo:

—Vaya vaya, estoy teniendo visiones. Debe ser a causa de todo ese pienso que he comido.

José le dijo a María:

—Debemos coger al niño y huir. No hay tiempo que perder.

Y cuando se fijó en el burro continuó:

—Cogeremos este burro y dejaremos dinero para su dueño, sea quien sea. En nuestra situación no podemos demorarnos.

Así que salieron de Belén. Pero cuando llegaron a un lugar donde se estrechaba el camino, el Ángel del Señor se presentó con una espada llameante obligando al burro a desviarse y a ascender una colina. José intentó hacer que regresara al camino, pero María le dijo:

—Déjale que haga lo que quiera. Recuerda lo que le pasó al profeta Balaam.

Justo cuando alcanzaron el refugio que ofrecían unos olivos los soldados del rey Herodes pasaron por el camino con las espadas en la mano y armando un gran estrépito.

El burro, muy satisfecho consigo mismo, se dijo:

—Esto mismo es lo que le ocurrió a mi abuela. Me pregunto si también yo puedo predecir el futuro.

Entrecerró los ojos y vio, un poco borrosamente, cómo un burro se precipitaba en un hoyo y cómo un hombre le ayudaba a salir de él…

El burro dijo:

—Es mi Dueño, que ha crecido hasta convertirse en un hombre.

Entonces vio otra imagen… a ese mismo hombre entrando a lomos de un burro en una ciudad…

—Claro, va a ser coronado rey.

Pero la corona no parecía ser de oro sino de espinas. Aunque al burro le encantaban las espinas y los cardos, no parecían apropiados para una corona. Y había un olor que conocía bien y que le daba miedo: el olor de la sangre. Y había también algo en una esponja que era más amargo que la mirra que había lamido en el establo…

Y el burrito supo de pronto que nunca más querría ver el futuro. Que solo quería vivir el día presente para amar a su pequeño dueño y ser amado por él, y para ponerlos a salvo a Él y a su madre transportándoles a Egipto.

Agatha Christie
Estrella sobre Belén y otros cuentos de Navidad

sábado, 18 de diciembre de 2021

Un belén

 Belén

La posada

José Jiménez Lozano

LIBRO DE VISITANTES


Sucedió en aquellos días que salió un edicto de Cesar Augusto para que se empadronara todo el orbe...

Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad.

Lc 2,13


Caído se le ha un clavel 

Hoy a la Aurora del seno. 

¡Qué glorioso que está el heno 

Porque ha caído sobre él! 

Luis de Góngora 

I

La posada

Lo que quedaba del día no era apenas nada, pero había dado tiempo a acoger en la posada a casi todos los viajeros que lo habían pedido; aunque a todo el mundo que lo pedía no se podía admitir, porque no era esta una posada de lujo, pero tampoco iba a convertirse en cualquier cosa, y por ejemplo aquella pareja o matrimonio que había llegado por la noche, un poco antes de la madrugada, y continuaba allí, no había pasado a ocupar una habitación. En principio porque habían dejado pasar por delante de ellos a todos los demás, porque, como la mujer estaba embarazada y quizás no podía estar mucho tiempo de pie, entonces dejaban la fila, o, aunque se quedase su marido, ya no podía pedir una habitación para él y luego entrar allí dos personas. El posadero tenía que ver a las dos: eran las reglas de la casa. 

En realidad, daba un poco de pena esta pareja, sobre todo a ellas, a la mujer del dueño de la posada y a las dos criadas que tenía; pero a él no le daban pena, porque él tenía un negocio y, cuando se tenía un negocio no se podía sentir pena o, si se sentía, era mejor cerrarlo, las contestaba.