III - El vigilante
El señor Rubén era el vigilante de la noche en el pueblo desde hacía muchos años, pero, en realidad, era también algo astrónomo, y meteorólogo. Cantaba cada hora de la noche como cualquier sereno de cualquier parte del mundo, pero, cuando era preciso, porque había notado alguna mudanza digna de mención en el cielo, también la detallaba. Aunque era muy precavido en anunciar lluvia, por ejemplo, incluso si hubiese comenzado ya a llover, porque no quería perder su reputación, si al día siguiente, aunque hubiese llovido, no quedaran charcos u otras señales manifiestas. Alguna vez se había aventurado, como lo había hecho con la helada, y los resultados habían sido catastróficos, y luego le decían las gentes: —Está visto que Yahvé el Señor no te ha dotado del don de profecía, Rubén. No aciertas ni una vez. Esto le molestaba muchísimo, y contestaba amostazado: —Yo nunca he dicho que sea un profeta, sino un vigilante de la noche, que canta en voz alta lo que ve. Así que enseguida se excusaban los demás de lo que habían dicho, y le aseguraban que, de todas maneras, le estaban muy agradecidos, sobre todo cuando los despertaba diciendo que estaba helando tan recio que la ropa tendida, que se había dejado en algunas casas en el patio, ya estaba como si fueran tablones de madera, o cuando anunciaba que nevaba que era una gloria. Pero el caso era que aquella noche todo había sido diferente. Aquella noche había dado el señor Rubén un primer aviso de que todo estaba tranquilo y sereno, y, aunque había tanta gente en Belén, porque había venido a inscribirse según ordenaba el edicto del César de Roma, todo el mundo parecía que se había acostado muy pronto. Hasta los romanos que habían venido a cumplimentar las inscripciones, y estaban acostumbrados a acostarse tarde, y se paseaban por el pueblo hasta las tantas, parecía que, esa noche, se habían ido a la cama cuando las gallinas, o por lo menos ni luz había en las casas que ocupaban, y todo estaba más en calma que la mayor parte de las noches. Pero a los que oyeran, a Rubén el vigilante, cantar que hacía una noche más tranquila y serena que nunca, les tuvo que sonar a algo raro, aunque quizás fueran pocos, porque la mayor parte de la gente debía de estar en el primer sueño; pero los que fueran debieron de quedar desconcertados, porque era como si Rubén añadiese luego una especie de retahíla. Porque, después de dar el aviso de tranquilidad, en efecto, se le había oído hablar, casi en voz tan alta, como si hubiera descubierto algún ladrón de gallinas, o hasta hablara consigo mismo, como hacía alguna vez, y él sabría por qué. El caso era que iba diciendo que las cosas no tenían que ser así, que aquellas luces que se veían no tenían por qué estar allí, y tampoco aquella estrella que brillaba más que las demás y se había acercado a la tierra como si no pudiera ya seguir en el lugar del orden celeste que la correspondía, o se hubiera salido de él. Y le oyeron decir todo esto no como rezongando como hacía otras noches, sino casi tan alto como cuando cantaba las horas, y en realidad estaba hablando con uno de los romanos al que decía: —¡No me diga que están haciendo a estas horas ejercicios militares con la nochecita tan fría que hace! Pero el romano contestó que, como podía comprender, no iba a contestar a su pregunta, porque no iba a hablar con un judío de cuestiones políticas, pero que, si lo que estaban viendo eran fenómenos ocurridos en la esfera de los astros, como a veces sucede, estas cosas tampoco podía hablarlas con él, porque exigían una preparación científica para ser entendidas y los judíos no podían entender nada, porque ya comenzaban llamando al sol y a la luna candiles o lámparas para el día y para la noche, y esto no era nada científico. Aunque reconocía que esa consideración era muy poética. Y de aquí no salió el romano, ni Rubén el vigilante fue capaz de sacarle. Así que, cuando se despidió de aquél, seguía tan intrigado como estaba, y se decidió a ir hasta la majada donde estaban los pastores que entendían de estrellas y de cambios del tiempo, para consultarles. Y así lo hizo, pero cuando llegó allí, y apenas había llegado, fue cuando se vio aquella claridad en los cielos y se oyó aquella voz que hablaba de que un Niño le había nacido al mundo, y a los cielos y a la tierra, y que los pastores fueran a adorarle al establo donde había nacido. Pero su amigo Daniel, un pastor ya viejo, le había dicho que adonde tenía que ir él, Rubén el vigilante, era a cantar rápidamente la próxima hora en el pueblo, y contar lo que había visto. Y lo que pasó luego fue que Rubén se quedó tan impresionado, que según iba pensando lo que iba a decir, se tracamundaba todo, y cuando llegó al pueblo, ya lo sabía toda la gente. Decía: —Que ha salido el sol en medio de la noche, y a la aurora se la ha caído un clavel, y yo lo he visto. —Que no, Rubén, que lo que ha ocurrido es que nos ha nacido un Niño, y tú no te has enterado de nada. Pero, de todas maneras, cuando la gente volvía de ver al Niño en el establo, comentaba que este era realmente como un alhelí y una rosa y un clavel, que, como había nacido antes del amanecer, era, efectivamente como si tal hermosura se le hubiera caído a lo Alto, y entonces le dijeron a Rubén que cuando cantase a esa hora de ahí en adelante, dijera siempre lo de la rosa, el alhelí y el clavel que había nacido allí, y era de la casa y familia de David, y hasta pariente del mismo Rubén entonces. —Pero yo sí que anuncie todo tal y como era, lo que pasa es que los habitantes de Belén son muy dormilones y siempre se quejan de que no se me oye por la noche. —¡Será eso! —decía la gente. Pero se lo perdonaban todo por lo del clavel, el alhelí y la rosa, que hasta los romanos entendían muy bien lo que había querido decir. Y ahora le tenían mucho respeto.